PALABRAS

"Una mirada lo cambia todo: la perspectiva, la luz, la sombra, el verso... la palabra."

AFOUTEZA

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Fecha de publicación: 16 de diciembre de 2024

AFOUTEZA

(Palabra gallega que significa, audacia, energía, decisión. Enfrentarse a los peligros con valor y osadía. )

Por Cristina Mª Menéndez Maldonado

El oleaje de aquella noche de tormenta hizo pedazos el silencio. El viento estrellaba su estribillo impetuoso en las ventanas, retando a la luz girante del faro. Manuel no se había acostado aquella noche. Como un búho, vigilaba las aguas que proyectaban sus gritos contra el acantilado, queriendo alcanzar la torre. El café despabilaba cualquier cabeceo y ahuyentaba solo en parte a los espíritus del pasado que traía la neblina, como un ovillo de malos sueños.

Aquella atalaya en un pequeño islote parecía un mástil solitario y desnudo entre el cielo y el mar, y guardaba en sus piedras historias de dolor, líneas que escribió la muerte. También el corazón de Manuel conservaba similares desdichas; había sido marino antes que farero.

Cuando una tormenta inutilizó su pierna izquierda, podría haber llevado una vida tranquila entre sus convecinos, pero no hacía migas con nadie. Su alma cargaba con el dolor y la culpa de no haber podido salvar la vida de un muchacho, al quería como un hijo, y que fue engullido por la tempestad. Estaban cerca de las costas de Japón y cuando tomaron tierra, después del desastre, con el barco maltrecho, un cocinero oriental les dijo que había sido el Umibōzu, un espíritu que habita el fondo del mar y hace naufragar los buques, pues se dice que las almas de los huérfanos, se refugian por toda la eternidad en el mar. Aquella leyenda no consoló a Manuel, aunque creía en todas esas historias extrañas. En las tempestades que a lo largo de su vida tuvo que enfrentar, vio gigantescos calamares y serpientes, Narvales , Sirenas, Tritones y seres mitológicos y del profundo y oscuro océano, al que Homero llamaba negro ponto, vio emerger, tal vez en la duermevela de un sueño, La Lemuria, como una anciana ballena que quiere tomar el aire un instante, para después sumergirse en el abismo.


Manuel era tan solitario, que todos abrían paso cuando llegaba a la ciudad en busca de víveres, y solo le dedicaban una mirada de curiosidad y un “buenos días”, que él no se molestaba en devolver.

El torrero amaba y odiaba el océano a partes iguales. Los aldeanos, a pesar de su carácter adusto lo querían, pues había salvado muchas vidas, aunque la de César, el huérfano que prohijó, le doliese más que ninguna.

El faro era castigo y bendición al mismo tiempo, igual que el océano que regalaba amaneceres tranquilos, con el sol sobre el agua como una antorcha serpenteante, o por el contrario, sombras afiladas, que unidas con el viento, hacían su bacanal.

El atalayero, pasaba largas temporadas, solo en aquel islote, asomado a la inmensidad, y únicamente tomaba tierra de vez en cuando; no admitía relevos. Unos decían que por huraño y otros, aquellos que comprendían una pizca al menos del alma humana, sabían que esa era su penitencia, su autocastigo y no podía si no cumplir con esa condena que, en realidad, tampoco le devolvía la paz.

Fue después de aquella noche de tormenta cuando el sol volvió a salir en la madrugada, como una bandera en son de paz. Desde la torre, el mar acariciaba las rocas ahí donde en la noche se había prodigado en golpes. Sobre la minúscula playa vio algo que se movía torpemente, atrapado en una red cubierta de algas.

Bajó por las escalaras de caracol con destreza, ayudado por la fuerza y vitalidad de sus fuertes manos, como un trapecista inquieto. Los pocos metros que le separaban de aquel bulto impreciso los hizo con su bastón, hecho con la madera del mástil de su viejo barco que, devastado, había servido para alimentar fogones y fabricar muebles con olor a sal.

Sobre los peñascos una tortuga gigante se ahogaba al tratar de escapar de las cuerdas, y un quejido sordo, salió de su garganta, como una súplica. Manuel sacó su navaja, cortó las redes y el animal entrecerró los ojos, aliviado. Con todas sus fuerzas la empujó a la orilla para que volviera al mar y la tortuga se sumergió agitando sus patas, empujando la arena. Manuel volvió a su atalaya y le pareció ver, a lo lejos, el caparazón dejándose mecer por el océano. Sana y salva en la infinitud de su hogar.

La tortuga regresó todos los días y el atalayero se sentaba en silencio junto a ella en las peñas y parecía que ambos compartían ese agridulce amor por el mar.

Un día de primavera ya no volvió, y Manuel, acostumbrado a su compañía, sintió que la soledad le atravesaba el pecho como un arpón, por lo que empezó a dibujar en su mapa de singladuras, los senderos que en el mar imaginó que recorrería su amiga, convencido de que “Afouteza”, como así la llamó, valerosa y audaz, quería conocer mundo.

Afouteza recorrió la tierra y el mar de norte a sur, de este a oeste. Conoció criaturas extrañas y mares cálidos, helados o luminiscentes. El Ártico y el Pacífico, los glaciares, las auroras boreales y descubrió como gran aventurera, los caminos que marcan las estrellas. La libertad que Manuel imaginaba para ella, era la misma que alimentaba su propia alma.

Pasaron los meses y con los primeros brotes del verano, en una noche calurosa de mar sosegado, Manuel bajó a la cala. La luna dibujaba un camino de plata en la espalda del océano. El oleaje suave, a pocos metros, traía restos de algas, ramas de árboles y el fuerte olor a salitre, junto con un sonido de vaivén que invitaba a la paz.

Inesperadamente, la arena comenzó a moverse, como si algo quisiera atravesar la superficie. Pequeñas cabecitas llenas de arena salían de la tierra, con sus ojillos aún entrecerrados. Eran centenares de tortugas que movían lentamente sus patas, dibujando en la tierra los latidos de una partitura ancestral. Todas se dirigían al mar, aunque nadie les había explicado la meta. Aquella inmensidad desconocida era su hogar, sin límites, con el empuje de un alma que recorre el camino que ya visitó en sus sueños. Al centinela del faro le pareció ver, a lo lejos, el caparazón de su amiga que venía en busca de sus crías para contarles historias sobre sus viajes. Maravillado escuchó el chapoteo insistente sobre el agua, de los galápagos. Aquella música que se abría paso, rompió el dolor, hizo añicos el hielo, atravesó espacios en sombras, agitó el fuego de la ilusión, derribó los arpones del miedo y la tristeza…Le rescató a la vida. 

            

A veces los que cuidaron la luz, son faros para otros. Como aquel anciano que conocí en una vieja cabaña cuando, tratando de llegar a mi casa por Navidad, tuve que pasar la noche en Muxía. Él había sido marinero, después farero. Me contó historias prodigiosas de seres mitológicos, unicornios acuáticos, sirenas y tritones, gigantescas serpientes, narvales. Pero lo que más impresionó fue la historia de “Afoucada”, una tortuga valiente que recorrió los mares. Manuel, el atalayero, me mostró su mapa de navegación y Afoucada, según me contó, llegó hasta el fin del mundo…


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