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LAS PEQUEÑAS TORTURAS DE LA CONDESA DE CHAVANEL

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Fecha de publicación: 20 de noviembre de 2016


LAS PEQUEÑAS TORTURAS DE  LA CONDESA DE CHAVANEL

Por Cristina Mª Menéndez Maldonado

Doña Elise, Condesa de Chavanel  sufre sin remisión. 

Y mucho más durante vigilias y maitines. En ellas contempla extasiada, babeante, los esbeltos lotos de los capiteles, los canecillos colgantes, varoniles, los endiablados contornos de las cornisas, las sinuosas sierpes que abrazan las columnas, y sobretodo aquellos arcos conopiales, flamígeros, que apuntan erectos hacia el cielo de los justos, bajo los que doña Elisa pasea y se levanta levemente el faldón, ya sin aliento.

“No es sana tanta penitencia”, dijeron los doctores. Y el encierro la vuelve loca y espera, como las mártires, una tortura más.              

Es aburrido el castillo, solitaria y fría la alcoba. Ni siquiera recuerda al que un día despidió desde la almena, hacia la interminable guerra de los cien años. Su rostro se ha desdibujado, y sólo conmemora inquieta, el curvilíneo acero de su entrepierna. “Si mi esposo muere en la batalla, tráiganme la prueba de mi luto. No ha de ser su cabeza, ni su fuerte brazo, si no su atributo”.

Pero el caballero no a muerto, ¡loado sea Nuestro Señor!, y la condesa desespera en su cuarto, ya sin maitines aliviadores, ni liturgias impenitentes. Nada que serene su desilusión.  Y doña Elisa, pulcra y refinada, discreta, se conforma con el tacto provocador de los terciopelos, el olor pecaminoso de las frutas maceradas al sol, el canto femenino de los novicios imberbes, y la visión sin recato de los caballeros, liberados ya de sus armaduras.              

Con la nieve llegó su tortura. Un charlatán con vicios de inventor, que le mostró, oculto entre paños, el primero de los ingenios. Un duende de madera, entre los bastidores de un teatro de bolsillo, revelaba su pene descomunal y una sonrisa de pícaro consolador. Esa fue su primera cabalgada, pero no la más cómoda, pues la Condesa no encontraba una postura digna de verga tan vigorosa, y terminó por rendirse, exhausta, masticando su primer sacrificio.              

No fue hasta que probó el fustigador tormento de una sólida montura, que supo de verdad lo que era sufrir, pues a cada golpe de pedal, el asiento  liberaba un miembro erecto e implacable, al tiempo que una fusta se descargaba en su trasero, a ritmo de polifonía.

Sus aullidos se escucharon en las habitaciones contiguas, donde las damas de la corte  se carcajeaban a pierna suelta, imaginando a Doña Elise disfrutando por fin de aquella atormentada carrera.              

El lenguaraz se superó a sí mismo un mes más tarde, con un nuevo proyecto más ambicioso que el anterior. Y la Condesa terminó dando vueltas, atada y desnuda, sobre palo de asar, que a cada giro le propinaba caricias y golpes por doquier. Aquello le llevó a guardar reposo por más de quince días, amoratada y sin fuerzas, pero decidida a superarse con una tortura más.              

Después del sosiego aconsejado, la Condesa no temió paladear el fruto de la madreselva, tampoco la carne de lombriz, conocidos afrodisíacos, además de  un sinfín de pomadas lubricantes, con las que perdió la lucidez,  para sucumbir en las pesadillas más obscenas, de las que salió agitada,  jurando  sin pestañeo, que había sido poseída por un íncubo con falo de dragón.              

Tras aquel desenfreno, que a punto estuvo de hacerla perder la cabeza, fue su propia conciencia culpable del goce impío con los  demonios, la que le procuró la peor de las torturas, y corrió a confesar su impureza con el abad, que después de saber con detalle sus montadas más atrevidas y sus balanceos más procaces, la absolvió tras dictar penitencia, al tiempo que le entregaba una virtuosa cincha. “Para ahuyentar del pecado el maleficio, ponte este cinturón, cual cilicio”.              

Y fue así que la Condesa de Chavanel se entregó al martirio más dulce de cuantos había probado, pues aquella correa de metal le procuraba a cada movimiento, los pellizcos más deliciosos de una lenta  e interminable tortura.