"Una mirada lo cambia todo: la perspectiva, la luz, la sombra, el verso... la palabra."
Fecha de publicación: 1 de febrero de 2018
CASTILLO DE LOS D'AVILA. EL CENTINELA DEL TORMES
Por Cristina Menéndez Maldonado
Fotos: Gerson A. de Sousa
En la ribera del Tormes, protector del Puente de Congosto, un “Goliat” de granito se alza vigoroso sobre los campos castellanos; el castillo de los D’Avila. A sus pies, las pétreas ruinas de un rincón dedicado antiguamente al “portazgo”, esbozan un sendero vetusto hacia la Villa, custodiando el paso por el puente medieval. Detrás, la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción con su retablo plateresco del siglo XVII, es protegida por las pétreas espaldas del regio centinela, y al fondo, las cumbres nevadas de Gredos abrazan la escena, cercando con sus relieves toscos los lugares que antaño fueron refugio de vetones y guerrilleros. El actual propietario del Castillo de los Dávila, Luis Sánchez González, presidente del Círculo Salmantino, ha dedicado más de 30 años a su reconstrucción de acuerdo con la disposición primitiva de la fortaleza. Su respeto por la forma original y su incansable esfuerzo, le han valido la medalla de plata, durante una ceremonia celebrada en Cádiz. Todo ello unido a su afición por las antigüedades, han encontrado albergue en las entrañas del fortín, que custodia varios museos que recopilan aperos de labranza, carros que aún conservan la viveza de sus pinturas, instrumentos de costumbres y oficios, ingeniosos juegos de otros tiempos y hasta un matamoscas con aires de arrogante inflador; objetos que reavivan el recuerdo y la magia de sabores antiguos.
Atalaya y fortín
La planta del Castillo de los Dávila está ceñida por una muralla que rodea su perímetro en forma de hexágono irregular, y que alberga, tras el portalón principal, un patio de armas donde en la actualidad se celebran banquetes. Una gran torre rectangular se alza por encima del pétreo cercado y adosada a ella, otra de igual altura, con forma de D, refuerza la defensa de una vulnerable y atrevida retaguardia. Dicha atalaya está dividida en cuatro pisos. Para acceder a ella es necesario atravesar otro patio de menor tamaño, también pavimentado, bajo el cual aún respira un espacioso aljibe en perfecto estado de conservación, en cuyas paredes aún hay rastros de “sangre de toro”, utilizada para lograr su óptima impermeabilización. Desde el patio donde se encuentra este depósito, una amplia habitación con techo abovedado de ladrillo habla de su señorial pasado, como salón de recepción de visitas ilustres, o puesto de guardia. “Se dice que a la muerte del infante don Luis en Salamanca, su madre, Isabel la Católica, que venía de Extremadura, permaneció en el Castillo de los Dávila hasta la llegada de su esposo, Fernando el Católico y fue entre estos muros donde le comunicó la triste noticia.”- comenta su propietario, Luis Sánchez González, poniéndole voz a las leyendas que circulan sobre los insignes invitados que estuvieron en el Castillo. Desde éste recinto nace una escalera de caracol de 90 peldaños, construida en granito y rematada de numerosas marcas de cantero; columna vertebral del fortín y que distribuye, a diferentes alturas, las habitaciones y paraninfos. A través de sus ventanas esculpidas en el granito, caleidoscopios abiertos, nuestra mirada contempla los paisajes de la campiña castellana, con su puzzle de casas y aguas vivas. A un lado, un pasillo disfrazado de ventanal nos conduce de nuevo a nuevos aposentos de techos abovedados de ladrillo, de especial resonancia. Sus ecos juguetean entre los muebles recios, las cabeceras de labrada madera, como alargadas sombras sobre la pared de piedra. Una chimenea abrasa de luz y calor la fría estancia de roca y el reflejo del pasado se desliza, travieso, en un vetusto tocador de espejos.
Escudo y celdas
Desde la pétrea plataforma donde está situado el aljibe, se divisa un lugar bajo la piedra trasquilada, aún por reconstruir. Según comenta el propietario dicho espacio podría esconder pasadizos que comunicarían la fortaleza con otros lugares cercanos de la Villa. Dentro de la torre, en el final de la escalera de caracol, un amplio mirador nos devuelve el paisaje completo del Puente de Congosto. Desde dicha azotea, se puede acceder a los calabozos de este alcázar, lugar que fue prisión durante casi 3 años de doña Aldonza, hija de Luis de Guzmán, Comendador de la Orden de Calatrava, que la recluyó al no poder pagar su dote (6 millones de maravedís) al esposo de ésta, don Fernando de Castro, vecino de Villaviciosa de Oviedo. El de Castro en 1492 solicitó a los Reyes Católicos su intervención, acusando al de Guzmán de encerrar a doña Aldonza con el único propósito de que ésta muriese y así poderse librar de pagar la prebenda. En ésta prisión, hoy sin restaurar; morada de palomas que acceden y jamás encuentran la salida, también fue prisionero, entre otros habitantes del Puente, Juan Velázquez, vecino de Ávila, que el Comendador Luis de Guzmán mantuvo recluido por razones económicas, y que finalmente liberó gracias a la intervención de los Reyes Católicos, tal y como viene reseñado por el escritor Tomás Sánchez García en su obra “La villa de Puente de Congosto y su tierra.” Desde la muralla que rodea el fortín, en descenso ya hacia el patio de armas, la mirada encuentra el imponente escudo de piedra de los Dávila con sus 13 roeles, símbolos que podrían aludir a las 13 puertas de la ciudad Malagueña de Ronda, reconquistada al Islam por antepasados de la familia de los Dávila, y que recuerdan al primer morador de la fortaleza, don Gil González Dávila.
La villa del Puente del Congosto. Pinceladas de historia
La repoblación llevada a cabo por Raimundo de Borgoña (S. XI) y en consecuencia el surgimiento de las ciudades amuralladas de Salamanca, Segovia y Ávila, tras la reconquista del territorio a los sarracenos, realzó villas como la de Puente de Congosto, promoviendo las visitas de la corte, lo que contribuyó a su prosperidad. En la segunda mitad del siglo XV, Juan II de Trastámara recompensa por su buen hacer al caballero abulense Gil González D’avila (que había sido maestresala real), haciéndole donación del señorío de la Villa de Cespedosa y de Puente de Congosto, ubicación esta última donde González D’avila comienza la construcción del Castillo de los D’Avila, finalizado por su viuda Aldonza de Guzmán, hija del maestre de Calatrava, Luis González de Guzmán (1407 - 1443) que fuera sucesor, en la orden, del enigmático Maestre calatravo Enrique de Villena, conocido como “el nigromante”. Su estructura defensiva y estratégica le otorgó a la fortaleza de los Dávila la facultad de preservar el paso por el puente medieval sobre el río Tormes, lo que supuso interesantes rentas, codiciados atributos para sus moradores, en especial los de la casa de alba. La posesión del Señorío de los Dávila, tras la muerte de Aldonza en 1479, se convierte en una lucha sin tregua entre los herederos; Juan Dávila y Luis de Guzmán, apoyado el primero por los duques de Zuñiga y el segundo por los de Alba, que no consiguieron amedrentar el ímpetu de ambos hermanos por hacerse con el mayorazgo, y que les llevó a organizar hombres de armas para el enfrentamiento. Entre tanto los vecinos de la Villa reconocían como único señor a don Luis, ya que su hermano trataba de cobrarles por la fuerza rentas y derechos señoriales. En marzo de 1480, los habitantes del Puente del Congosto se quejaron a los Reyes Católicos, ya que a pesar de poseer una carta de seguro Juan Dávila y sus escuderos persistían en robarles y les hacían prisioneros sin miramientos. El pleito por la titularidad del privilegio se estableció a finales de 1490 y los Reyes Católicos determinaron finalmente que Juan Dávila sería señor de Cespedosa, en tanto que la Villa y fortaleza del Puente de Congosto le correspondía a Luis de Guzmán, comendador de Aceca, de la Orden militar de Calatrava.
La permanencia de Luis de Guzmán en el Castillo de los Dávila se registra desde 1479 hasta su muerte en 1494. Su patrimonio pasó después a manos de la Orden de Calatrava siendo gobernador del mismo el caballero Pedro de Torres por encargo de los Reyes Católicos y a la muerte de este, su hijo Antonio de Torres. Más tarde, en la segunda mitad del siglo XVI, Carlos V enajenó la Villa para costear sus campañas bélicas contra los Otomanos y fue el duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo el que administró la Villa del Congosto y su fortaleza. El baluarte sufrió su mayor deterioro durante la guerra de la Independencia, en especial entre los años 1809 y 1813, cuando un destacamento francés (Royal Extranjero) de la división del general de napoleón, liderado por Leopoldo Sigiberto Hugo (padre del escritor Victor Hugo), empleó el Castillo como asentamiento militar, incendiando el Castillo y su mobiliario, provocando daños que han hecho de la labor de restauración una empresa dificultosa. Más tarde, con la supresión del “portazgo” en 1881, la casa de Alba perdió el interés por la fortificación, que fue vendida por don Carlos María Isabel Stuart y Portocarrero al último pontazguero, Miguel Blázquez Martín y así el alcázar pasó de generación en generación, hasta que fue adquirido en 1980 por su actual propietario.
El cerro del Berrueco.
El Cerro del Berrueco perteneciente al término municipal de “El Tejado” que colinda por la base de su ladera norte con el Puente de Congosto, fue declarado Monumento Histórico Artístico en 1931 y constituye uno de los yacimientos arqueológicos más importantes de España, cuya cumbre se eleva 1.354 metros sobre el nivel del mar. Su promontorio granítico alberga siglos de historia, desde el paleolítico hasta la romanización. En el libro “Excavaciones arqueológicas en el cerro del Berrueco, Filosofía y Letras. Tomo XIV, nº 1 de Juan Maluquer de Motes Nicolau, se clasifican numerosas piezas encontradas, desde restos cerámicos y otros fragmentos de sílex, molinos de piedra fija y flechas de cobre entre otros hallazgos. Sorprende que un lugar de tan complicado acceso fuese elegido sucesivamente por diferentes culturas, lejos del río y en tan elevada ubicación. En los lomos rocosos de la Dehesa, orientado al sur del Berrueco, pobladores del paleolítico superior (12.000 a.C) se alimentaron gracias a la caza. Al este la Mariselva, en la ladera meridional del Berroquillo, protagonistas avanzados del Neolítico (entre el 4.000 y el 2.300 a.C) empleaban útiles de cerámica y cobre. En lo más alto, salpicado de rocas, en lo que se ha dado en llamar el “cancho enamorado”, se encuentra el castro de las culturas “Cogotas” (entre el 1.700 y el 1.000 a.C), que dará paso, en la meseta, a residentes de la Edad de hierro (entre el 100 y el 900 a.C). Ya en la base del Berrueco, al sureste, los Tejares se han encontrado trozos de vasijas y cerámica de la época romana. Reiterados asentamientos que ponen de manifiesto la importancia del lugar y sirven de guía para la reconstrucción histórica y arqueológica.
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